Publicado en el dario Las Provincias. Domingo, 21 julio 2013.
El valor de la fe: la Encíclica Lumen Fidei
Por Juan Alfredo Obarrio Moreno. Profesor Titular de la Universitat de València.
Acabada la lectura de la Carta Encíclica Lumen Fidei, me viene a la memoria un breve fragmento de la obra El zapato de raso, de Paul Claudel. En el preludio se nos narra cómo unos piratas arrojan por la borda a un misionero jesuita. Éste, al verse atado a un madero, inicia el siguiente monólogo: “Señor, os agradezco que me hayáis atado así. A veces he encontrado penosos vuestros mandamientos. Pero hoy no hay manera de estar más apretado con vos que lo que estoy, y por más que examine cada uno de mis miembros, no hay ni uno solo que de vos sea capaz de separarse. Verdad es que estoy atado a la cruz, pero la cruz no está atada a soporte alguno. Flota en el mar”. Sin duda el texto nos describe con nitidez el valor de una fe clavada en la cruz, pero de una cruz que se halla a la deriva, sobre el abismo; y aún así, en ese mar de dudas descubre que ese madero es más fuerte que la nada que le rodea, su única escapatoria, la que le ayuda a flotar en el mar de la vida.
Este pequeño pasaje nos enseña que aún hoy, en un mundo cargado de incertidumbre, nadie puede sustraerse totalmente a la duda o la fe. Porque lejos de lo que pudiera pensarse, la realidad nos permite ver que la duda nos abre a los demás: al creyente lo acerca al que duda –lo que le hace partícipe de su destino-, y la duda del agnóstico le lleva al creyente: su duda es la forma en que la fe subsiste en su interior como un reto. Este dilema del ser humano lo hallamos recogido en una vieja historia, en la que se relata cómo un joven instruido acudió a un rabino para rebatirle su fe. El rabino le contestó: “Amigo mío, los grandes de la Torá, con los que has disputado, se han prodigado en palabras. Tú, cuando te ibas, te echabas a reír. No han podido ponerte ni a Dios ni a su Reino encima de la mesa. Pero piensa esto: ‘quizá sea verdad’. El joven movilizó todas sus fuerzas más íntimas para contrarrestar el ataque; pero aquel ‘quizás’, que de vez en cuando retumbaba en sus oídos, oponía resistencia”. El ‘quizá sea verdad’ no sólo retumbó en sus oídos, sino que se ha convertido en una tentación histórica ineludible para millones de almas, que han tenido “la osadía” de ver, en lo que no se ve, lo auténticamente real, y a las que esta Carta Encíclica ha venido a dar luz.
En un momento de decepción y descontento como es el que estamos viviendo, con esta Carta Encíclica, la Iglesia torna su mirada sobre el hombre contemporáneo, no para que reniegue de su historia o de su tiempo, sino para que nos planteemos si en esta época de languidez moral, la fe es una mera ilusión, una ingenua candidez que impide avanzar en ese futuro esplendoroso que el progreso materialista nos iba a dar, pero que nadie ha visto, o, por el contrario, una luz que nos acerca a esa “verdad grande, la verdad que explica la vida personal y social en su conjunto”, la misma que es vista como sospecha, porque, como afirmara Carl Jung, “bajo la influencia del materialismo científico, todo lo que no puede verse con los ojos ni aprehenderse con las manos se vuelve comprometedor”.
Ante esta disyuntiva, la Encíclica nos plantea esta sugestiva interrogación: “¿puede la fe cristiana ofrecer un servicio al bien común indicando el modo justo de entender la verdad?” Frente a la fría aritmética con la que las escuelas de negocios envenenan las raíces de nuestra sociedad, la Iglesia nos enseña que “La verdad que buscamos, la que da sentido a nuestros pasos, nos ilumina cuando el amor nos toca”, y nos hace comprender que el cristiano es un ser para el otro, una permanente renuncia de mi yo para alcanzar el de los demás, lo que nos introduce en la dinámica del dar, en la dinámica del Cristo Resucitado, en la dinámica de la vida: que es aceptar el amor y acceder a la verdad que nos ilumina. De ahí que se afirme que “A menudo la verdad queda hoy reducida a la autenticidad subjetiva del individuo, válida sólo para la vida de cada uno”, razón por la que una verdad común, de entrega y sacrificio, nos da miedo admitirla, aun cuando ésta sea la verdad de un amor que no especula, que no traiciona. No en vano, un filósofo tan alejado de la fe como Fernando Savater no tuvo reparos en reconocer este mal de altura llamado relativismo: “No hay educación si no hay verdad que transmitir, si todo es más o menos verdad, si cada cual tiene su verdad igualmente respetable y no se puede decidir entre tanta diversidad”. Esta reflexión es la que San Juan resumió en el Ecce homo de Pilatos -eso es el hombre-: la verdad del hombre es su falta de verdad.
Como habrá podido comprobar el lector, no he pretendido realizar un análisis minucioso de las problemáticas que encierra la Encíclica, lo que requeriría de un estudio amplio y pausado, y éste no es el lugar, sino, más bien, reflexionar sobre una fe que sigue alumbrando nuestro pensamiento, porque, como dijo Benedicto XVI, “hay palabras que solamente sirven para entretener, y pasan como el viento; otras instruyen la mente en algunos aspectos; las de Jesús, en cambio, han de llegar al corazón, arraigar en él y fraguar toda la vida. Sin esto, se quedan vacías y se vuelven efímeras. No nos acercan a Él. Y, de este modo, Cristo sigue siendo lejano, como una voz entre otras muchas que nos rodean y a las que estamos tan acostumbrados”. Ésta, y no otra, es la certeza que sostiene a los cristianos: la fe en Cristo nos ofrece la verdad como camino, un camino que los hombres pueden –y debieran– recorrer.