Publicado en el diario Las Provincias. Martes, 6 diciembre 2011.
Estado unitario y Estado federal
Por José Sarrión Gualda. Catedrático de Historia del Derecho. Universitat Jaume I.
Puede un Estado unitario convertirse en un Estado federal? A lo largo de la historia países o Estados independientes han acordado unirse en una confederación, que ordinariamente ha desembocado en un Estado federal. Algunos han dado el paso hacia un Estado unitario. Al contrario, ¿puede un Estado unitario transformarse en un Estado federal o, incluso, confederal? Parece que, en estricta lógica jurídica, es imposible. El Estado federal es el fruto de un foedus (un acuerdo, un pacto) entre Estados. La voluntad de varios Estados previos alumbra uno nuevo y soberano, que acoge en su estructura a los Estados-miembros, pero sin suprimirlos, al mantenerlos con su composición y competencias anteriores en cuanto sean compatibles con el nuevo Estado.
Pero dentro de un Estado unitario no puede celebrarse ningún pacto de esta naturaleza, porque hay un solo sujeto. Aquellas partes del territorio o regiones, por mucha personalidad ‘que se autorreconozcan’, no son otra cosa que miembros del único cuerpo político que es el Estado unitario. ¿Cuál es la situación actual de Estado español, como estructura política de la Nación española?
Podemos preguntarle a nuestra Constitución de 1978 qué tipo de Estado ha gestado. En una apreciación general, España parece un Estado unitario, pero, con objeto de contentar a los nacionalistas vascos y catalanes, la Constitución sembró la semilla de mostaza de la autonomía de las regiones y nacionalidades (art. 2º y capítulo III) que ha fructificado en un árbol frondoso, cuyas ramas, las comunidades autónomas, están adelgazando y debilitando, a pasos agigantados, el tronco común, el Estado. La cuestión ya venía del artículo 10 de la Constitución republicana de 1931, que definía al Estado como integral, para sortear el federalismo y huir del unitarismo. La fórmula ahora empleada con el mismo propósito es el Estado de las autonomías, que se alimentan y crecen con el traspaso de competencias y servicios. Este procedimiento puede considerarse un expediente apto para agilizar el funcionamiento de las administraciones públicas y aproximar los servicios al ciudadano. Si las transferencias obedecieran siempre a este fin, el Gobierno y las Comunidades autónomas examinarían, oportunamente y con la mejor voluntad, si la gestión de los servicios transferidos debe permanecer en manos de las Comunidades autónomas o algunos ser devueltos al Estado.
Pero, en algunos casos, las transferencias son desgraciadamente el precio que el Estado tiene que pagar, cuando el Gobierno de turno necesita los votos de alguna minoría nacionalista y ésta los ‘vende’ a cambio de transferencias a veces poco justificadas. Si una Comunidad autónoma entiende que las transferencias de competencias y servicios constituyen una devolution al sucesor actual de un imaginado e imaginario Estado independiente medieval, absorbido por el Estado absoluto en la Edad Moderna, considerará que esa corriente de trasferencias no tiene retorno en ningún caso y no cabrá nunca una recuperación de las mismas por el Estado nacional. No conozco el caso de ninguna competencia revertida al Estado por parte de ninguna Comunidad autónoma, trufada o no de nacionalismo separatista.
A pesar de lo dispuesto en la Constitución, la carrera de la descentralización política y administrativa no tiene fijada una meta clara en la praxis política que venimos siguiendo. No sé si algún político con dotes de adivinación o si algún constitucionalista es capaz de entrever el modelo definitivo del Estado español. Ahora, la crisis económica cuestiona, más que la configuración autonómica del Estado, la situación a la que hemos llegado. Algunas Comunidades autónomas han sobrepasado en alguna de sus competencias incluso la frontera de un Estado federal.
El Estado español ha cometido muchos pecados capitales en su configuración autonómica. Señalemos sólo tres: renunciar a un sistema educativo único, que reforzaría la conciencia nacional unida, independientemente del derecho de las Comunidades autónomas de desarrollar su propia cultura y valores; entregar a la legislación y ejecución de las mismas ciertas competencias que pueden entorpecer la existencia y funcionamiento de un mercado único, tan necesario en época de crisis y en un mundo globalizado; y, finalmente, quebrantar en algunos aspectos la igualdad constitucional de los españoles.
Un escritor suizo, Borgeaud, es autor de cierta metáfora que relaciona los tipos de Estado con ciertos frutos botánicos. La confederación se asemeja a un racimo de uvas muy sueltas entre sí, apenas ligadas por el pedúnculo. El Estado federal es simbolizado por una naranja que conserva la unidad de sus gajos interiores, pero envueltas en sólida cáscara que las une con vigor. El Estado unitario recuerda la manzana en que, bajo la capa externa y entre la pulpa ya homogénea, no quedan sino vestigios de la sutura primitiva. El Estado integral puede asimilarse a aquellos frutos en macla, donde no se sabe si el desdoblamiento advertido obedece a riqueza de vitalidad o entraña un proceso de parasitismo mal disimulado. ¿A qué imagen botánica se asemeja hoy la España autonómica?