Globalismo narcisista

Home / Articulos de opinión GESI / Globalismo narcisista

Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 21 febrero 2010.

Globalismo narcisista
Aniceto Masferrer. Profesor Titular de Historia del Derecho. Uiversitat de València. Profesor Visitante de la Universidad de Tasmania (Australia) e Investigador Visitante de la Universidad de Melbourne (Australia).

Recuerdo con nitidez lo primero que me dijo una persona, hace ya más de año y medio, al llegar al aeropuerto de Melbourne y pisar tierra australiana por vez primera: «Imagino que, siendo europeo, tienes la idea de que Europa es el centro del mundo, pero no es así: Australia, no Europa -ni Estados Unidos- es el centro del mundo». Es comprensible que uno tienda a pensar que el mundo gira alrededor del hábitat en el que uno vive y se desenvuelve profesional y socialmente. Esta percepción subjetiva del mundo explica por la propia condición humana, cuya dimensión física le lleva a crear lazos afectivos en el marco de unas determinadas coordenadas espacio-temporales, observando la realidad con el tamiz de una subjetividad condicionada por los propios sentimientos.

Esta tendencia ha existido, existe y seguirá existiendo. Sin embargo, en algunos casos esta mentalidad puede alcanzar unas cotas desmesuradas a todas luces. Es bien conocido que Estados Unidos es probablemente el peor país para estar al día de lo que ocurre en otras partes del mundo: ojear un poco la prensa norteamericana resulta suficiente para percatarse de ello. La prensa europea sí parece estar más abierta a lo que sucede en otras partes del mundo, incluyendo -y de un modo especial- todo lo concerniente al continente norteamericano. Dentro de Europa, no obstante, Alemania, Francia y Reino Unido en ocasiones parecen seguir más de cerca lo que acontece al otro lado del Atlántico que lo que pueda acontecer en su propio continente, sobre todo cuando no les afecta desde una perspectiva económica. Al ciudadano español sí parece interesarle lo que acontece en los tres referidos países europeos, pero en menor medida le suele llamar la atención lo concerniente a otros países europeos, por no hablar Estados latinoamericanos.

Esta perspectiva de la realidad, en no pocas ocasiones basada más en parámetros económicos que en los de índole cultural, deja mucho que desear y resulta un tanto paradójica en un mundo globalizado, donde -teóricamente, no en la práctica- la información está al alcance de todos de continuo, propiciando lo que antaño apenas sucedía, y que yo denomino «globalismo narcisista» o «provinciano»: pensar que es mejor vivir en un continente que en otro, en un país que en otro, en una ciudad que en otra (no digamos ya si de un pueblo se trata, en cuyo caso se podría decir aquello de que «es buena persona, ‘pero’ un tanto pueblerino); apreciar y valorar un país más por su poderío económico que por su patrimonio intelectual y cultural; menospreciar o mostrar indiferencia hacia un país por su sistema político o jurídico, o por las creencias religiosas de quienes lo integran; carecer de interés por lo que acontece en otras partes del mundo (otra cosa es carecer de tiempo para estar siempre al corriente de todo); carecer de interés por conocer nuevas culturas y costumbres; etcétera.

La impartición de un curso sobre «Derecho comparado» en una Universidad australiana durante casi un mes me ha permitido constatar esta realidad de una forma especial. Enseñar nuestra tradición jurídica a un grupo de estudiantes de procedencias tan dispares (Australia, Reino Unido, China, Malasia, Tailandia, Singapur, Indonesia, etc.) resulta ciertamente aleccionador, y me ha permitido aprender una lección que querría no olvidar jamás: descubrir el rostro humano detrás de cada persona, con independencia de la cultura, idioma, religión, etc. Aunque esto pueda sonar a cosa bien sabida, no conviene olvidar que una cosa es conocer en pura teoría una realidad (que sigue permaneciendo ajena al sujeto que conoce) y otra bien distinta es experimentar (donde el objeto conocido forma parte o de adhiere al sujeto que conoce): la experiencia personal siempre resulta mucho más enriquecedora y vital que el puro conocimiento meramente abstracto o teórico.
Australia, siendo un país de origen occidental, se está convirtiendo en un territorio en el que tanto la población como la cultura es cada vez más asiática. El resultando de la suma entre la originaria población aborigen, la occidental y la asiática resulta ciertamente sorprendente. Aunque la población australiana apenas llega actualmente a los 21 millones de habitantes, se estima que en 40 años podría alcanzar los 35 millones, constituyendo probablemente en tal caso la población asiática la mayoría. Este parece ser actualmente uno de los temas que más preocupa a la clase política. Lo que no sé es si tal preocupación se debe realmente a la escasez de infraestructuras necesarias para afrontar este crecimiento, o al hecho de que, de darse tal incremento poblacional, este país podría dejar de ser occidental si el flujo inmigratorio fuera tal que no permitiera su conveniente integración (=occidentalización) en la sociedad. De ahí que, aquí en Australia, en estas últimas semanas las noticias europeas concernientes a los problemas de integración social se hayan venido siguiendo de cerca, apareciendo en la prensa con relativa asiduidad y siendo objeto de tratamiento en los artículos editoriales de la prensa de alcance nacional. En este sentido, la normativa recién aprobada en Francia sobre la prohibición del uso del velo por mujeres musulmanas propició cierta discusión al respecto, lo cual es comprensible pues el tema les afecta, y observan el modelo europeo como referente a tener en cuenta.

No pienso yo que Europa ni Estados Unidos sean el centro del mundo. Latinoamérica, Asia, África y Oceanía son tan céntricos como puedan serlo Europa y Norteamérica y esto es así porque lo que confiere la centralidad no es la geografía ni la economía, sino la personas o las personas en su dimensión antropológica y cultural. Puestos a poner la persona en el centro, donde hay más personas en el mundo es en Asia. Es muy posible que en un radio de 1.500 kilómetros desde Bangkok (capital de Tailandia) viva un 60% del total de la población mundial. Con esto no quiero decir que Asia sea el centro del mundo, pero siendo éste el ámbito geográfico donde más personas viven y se desenvuelven, quizá los países occidentales debiéramos dejar de observar la realidad desde parámetros económicos o meramente narcisistas (o ‘provincianos’), y adoptar una postura más abierta hacia esa otra cultura hasta el punto de descubrir el rostro humano de quienes forman parte de ella.