Publicado en el diario Las Provincias. Domingo 31 julio 2011.
Creer, no creer, siempre respetar
Por Carmelo Paradinas. Abogado.
Pocas victorias son tan contundentes como las que se obtienen por el ridículo del adversario. El ridículo destruye la dignidad y quien cae en él, normalmente, lo que quiere es desaparecer, hacerse invisible a los ojos llenos de risa de los demás. Es una victoria aplastante y barata, ya que el vencedor nada tiene que hacer. Caer en el ridículo es algo que, básicamente, se hace sin ayuda de nadie. Pero no es una victoria simpática, si cabe la expresión, probablemente por ser tan barata y por la proclividad del ser humano a sentir compasión por quien se forja su propia desgracia. Corneille lo expresó bien al escribir que “una victoria fácil lleva a un triunfo sin gloria”. Claro que Corneille dijo esto en el siglo XVII, cuando conceptos como gloria y honor significaban algo muy diferente que en la actualidad. Hoy día casi todo el mundo daría cualquier cosa por obtener una victoria de este tipo frente a sus enemigos, con gloria o sin ella.
Pero hay que hacer una distinción fundamental. Una cosa es caer en el ridículo y otra distinta ser ridiculizado. El ridículo es totalmente objetivo, ya que ha de ser visto y valorado por todo el mundo y lo único que, a lo sumo, puede hacerse es señalarlo con el dedo, sin más comentarios. Ridiculizar, por el contrario, es algo laborioso, una tarea dolosa y siempre, en mayor o menor medida, vil, por la que alguien intenta retorcer algunas situaciones para hacerlas aparecer como ese ridículo que le dé una victoria fulminante. Ridiculizar al adversario ha sido siempre una conducta utilizada por contendientes de escasa estatura intelectual y moral que, a falta de sólidos argumentos, intentan encontrar, sea como sea, esa victoria fácil de que venimos hablando.
Desde que los hombres pisamos sobre la tierra, nuestra primera y gran preocupación ha sido la existencia o inexistencia Dios, es decir, de un ser inimaginablemente superior que ha creado todo lo que nos rodea y a nosotros mismos, que mantiene toda esa creación y al que, nosotros, los seres humanos, volveremos de una u otra forma después de nuestra muerte.
Respuestas positivas, más o menos explícitas, a esta “pregunta de preguntas”, las encontramos en paredes de cuevas prehistóricas, sepulcros faraónicos, palacios y –obvio es- templos de todas las civilizaciones primitivas. Ante esta unánime preocupación, el que fuera cardenal primado, don Marcelo González Martín, en su etapa de profesor de la Facultad de Derecho de Valladolid, repetía sin cesar: “La universalidad del hecho religioso es, probablemente, la mayor prueba de la existencia de Dios”. Lo decía en un aula abarrotada de alumnos y profesores de todas las facultades y escuelas especiales que, con su presencia masiva y variopinta, eran demostración práctica de esa universalidad que don Marcelo predicaba.
Con el devenir de los siglos, aquel planteamiento inicial adquirió complejidad. Los mejores cerebros de la Humanidad entraban en liza para intentar demostrar la existencia de Dios, para fijar sus límites y características o, sencillamente, para negarla. Y ojala esas discusiones se hubieran mantenido en el ámbito de los incontables libros que se escribieron, los claustros, las tribunas de una u otra naturaleza y, por supuesto, en la propia práctica popular. Pero la realidad fue que a su socaire, y avivadas por la ingerencia de intereses extraños, guerras, persecuciones y barbaridades de todo orden, fueron triste secuela de la afirmación o negación de la existencia de Dios, del hecho religioso, en definitiva.
En una cuestión de tan universal trascendencia, no parece haber lugar para el ridículo, pero al hecho religioso, menos aun que a otros, nunca le han faltado contrincantes que han echado mano de la ridiculización para denigrarlo y, con él, a la religión y, en definitiva, a Dios. Se han apoyado para ello en personas o situaciones particulares, más o menos lamentables, que se han querido generalizar por el viejo engaño del sofisma: Juan es malo, Juan es hombre, luego los hombres son malos. El siguiente paso es ridiculizar a Juan por sus maldades y el daño está hecho.
Ironía y sarcasmo son armas dialécticas aceptadas, si se utilizan con moderación, en toda discusión filosófica, política, jurídica e incluso religiosa. La ridiculización directa, no. Y si con ella se trata de elevar a general algo que no es más que particular, mucho menos.
El problema de la cuestión religiosa es que a ella solamente se accede por dos puertas: la de la fe y la de la ciencia. La primera lleva a la aceptación de Dios; la segunda, a una discusión, normalmente seria, que a unos llevará a la aceptación y a otros a la negación. Quien no tiene ni fe ni conocimientos para abordar esa discusión, recurre con frecuencia al insulto, la palabra soez y el intento de ridiculizar. Lo hicieron en la Edad Media aquella especie de patéticos monjes renegados que fueron los Goliardos, intentando criticar los fallos de la Iglesia mediante su pública conducta licenciosa, amen de las payasadas de los bufones y algunos cánticos y romances de juglares y trovadores. Han pasado muchos siglos y los Goliardos han desaparecido, pero los bufones y los juglares de poca monta, no.
Uno se pregunta el porqué de esa conducta. Porque si una cosa no te gusta lo lógico sería apartarse, “pasar”, no encararse con ella con la rabia de quien recibe un ataque personal. Puede que la respuesta esté en que quienes así actúan experimentan un profundo sentimiento de inquietud al que no se sabe dar otra salida que la rebelión incontrolada.