Publicado como Tribuna Libre en el diario ABC. Jueves, 28 julio 2011.
La deshumanización del Derecho y el aborto
Por Aniceto Masferrer. Profesor de Historia del Derecho. Universidad de Valencia.
Presidente de la ‘European Society for Comparative Legal History’. Vicepresidente de la Fundación Universitas.
Se cumple el primer aniversario de un hecho lamentable: la entrada en vigor de una ley que otorga a la mujer plena capacidad –hasta las primeras catorce semanas– para terminar con la vida humana que lleva en su seno, lo que –a mi juicio– constituye “el episodio histórico más negro y vergonzoso de la tradición jurídica española” (en “5 de julio de 2010: un día tristísimo”, Las Provincias, 4.VII.2010). Con motivo de este triste aniversario, no me resisto a dejar de escribir de nuevo al respecto, saliendo al paso de un malentendido tan extendido como falso, auspiciado en ocasiones por quien –en pura teoría, por su supuesta formación– no cabría esperar tal dislate.
Hay quienes sostienen que la completa despenalización del aborto es la lógica consecuencia de la secularización del Derecho, como si sólo los cristianos defendieran –o pudieran defender– los derechos del no nacido, lo cual no parece cierto ni creo que el cristianismo jamás haya pretendido monopolizar la protección y la defensa del ser humano en su fase inicial de desarrollo y gestación.
Es cierto que, históricamente, el cristianismo contribuyó en buena medida a la protección del no nacido desde el Imperio romano hasta nuestros días, pero esa influencia no tiene su origen “en la hostilidad [del cristianismo] contra la sexualidad”, debido a que “si sólo se pudiera ejercer para tener hijos, apenas se podría disfrutar de ella”, según sostiene –a mi parecer, erróneamente– un conocido penalista español (en “La secularización del Derecho y el aborto”, El Mundo, 6.I.2008). Esta concepción mezcla dos planos que, si bien resultan conexos, jamás deben identificarse y –menos aún– confundirse en el ámbito jurídico. Una cosa es que la moral cristiana defienda que las relaciones sexuales deben estar abiertas a la vida (lo cual no significa que no pueda gozarse del sexo), y otra cosa bien distinta el que, merced al influjo del cristianismo, el aborto haya sido una conducta castigada penalmente. Que yo sepa, en nuestra tradición Occidental jamás se ha castigado penalmente el que los cónyuges no tuvieran relaciones conyugales abiertas a la vida, así como muchas otras conductas consideradas pecado desde una óptica estrictamente moral. En este sentido, pudiera resultar sorprendente que, en no pocos territorios europeos, existiera una legislación que no castigara la fornicación. Y los estudiosos de la tradición penal en Europa han demostrado que el adulterio se castigaba más con el fin de proteger a la familia como institución fundamental de la sociedad que como medida de mero control moral. En esta línea, sostener que en nuestra tradición penal existió una identificación entre delito y pecado denota un conocimiento superficial o sesgado de la historia del Derecho penal. Defender esta opinión supondría perder de vista uno de los rasgos distintivos de la tradición jurídica Occidental, que la distingue además de otras tradiciones como la musulmana: la separación entre el poder secular y el religioso; entre el Estado y la Iglesia.
Esto no significa, sin embargo, negar que el castigo de algunas conductas hundiera sus raíces en los valores morales imperantes en la sociedad de cada época histórica, debiéndose algunos de ellos al influjo de un cristianismo que, en ocasiones, se hizo notar excesivamente en el Derecho, procurando crear en la sociedad un clima que estimulara y facilitara al individuo una vida virtuosa. Y el objetivo del Derecho no es hacer hombres virtuosos sino establecer un marco justo que permita una coexistencia pacífica. De ahí que, a mi juicio, pueda hablarse en nuestra tradición penal de un proceso de secularización, consistente en la despenalización de ciertas conductas que, con el paso del tiempo, se entendió que su punición carecía de sentido: es el caso de la blasfemia, la brujería, la sodomía, etc.
A mi modo de ver, la despenalización del aborto no responde a ese proceso de secularización del Derecho, si bien admito que en una sociedad en la que se pierde el sentido de la trascendencia no resulta fácil poner límites al ejercicio de una insaciable autonomía de la voluntad individual, pudiendo conculcarse los derechos de aquéllos que no están en condiciones de hacer valer su voz, a no ser que el Estado lo haga por ellos con una legislación que les proteja mínimamente.
Percibo, además, en quienes entienden la punición del aborto como una interferencia inadmisible del cristianismo una animadversión y actitud de rechazo notorias hacia quienes disienten, denostando y descalificando la Iglesia católica sin piedad, hablando de la “nefasta influencia de la Iglesia en la legislación penal”, lo que denota un conocimiento muy parcial o sesgado de tal influencia; de la existencia de “numerosos grupos cristianos integristas que desarrollan una campaña permanente”, porque quizá se piensa que debieran permanecer pasivos y recluidos en las antiguas catacumbas, mientras otros sí pueden hacer campaña y defender sus ideas (y –por supuesto– con dinero público); “de la perniciosa influencia que durante tantos siglos ha ejercido la religión católica, consiguiendo que los legisladores declararan delito lo que no era más que una conducta que dicha religión consideraba pecado mortal”, cuando de hecho, que yo sepa, históricamente –y algo sé sobre nuestra tradición penal–, jamás se ha castigado una sola conducta por el simple hecho de ser pecado mortal, empezando por el aborto. Habría que ser un tanto estúpido para pensar que la tradición penal ha castigado el aborto por el simple hecho de ser un pecado mortal, pues lo mismo cabría decir del homicidio, el asesinato, el parricidio, el genocidio, etc., y no parece que sea ese el caso. El problema no es, por tanto, de estupidez sino de falta de respeto, no tanto hacia las ideas como hacia las personas que las defienden.
Se descalifica a la persona antes de que hable, estigmatizándola de entrada e impidiéndole que pueda participar en el debate público a causa de su posible creencia religiosa, la cual constituye el moderno “pecado civil” que, de no enmendarse, conduce inexorablemente la “muerte civil”. De ahí que muchos no se atrevan a decir lo que piensan, a ‘salir del armario’, pues para esto se requiere un valor encomiable.
Siempre he pensado que es preferible exponerse a la condena a una “muerte civil” que ser cómplice –con el silencio y la inhibición– de la muerte –por no emplear otra expresión, acaso más certera– de millones de vidas inocentes e inermes, a quienes les corresponde pagar el coste del disfrute del ejercicio de una autonomía de la voluntad caprichosa, irresponsable e irrespetuosa con los derechos de los más débiles, pero amparada por una desafortunada legislación que ha perdido el norte, confundiendo los derechos con la satisfacción de los propios deseos. Que cada uno haga lo que quiera con su vida (también sexual), pero no con las ajenas, y menos con la de aquellas que se encuentran inermes. La historia se encargará de mostrar que la despenalización del aborto constituye un signo de deshumanización del Derecho, y no de secularización.