Por Aniceto Masferrer. Catedrático de Historia del Derecho (Univ. Valencia). A.C. de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.
«Hay quienes piensan que los derechos no son más que una conquista histórica, sin más asidero o fundamento que la Historia o el paso del tiempo. Lo mismo afirman respecto al Derecho y a los derechos: son meras realidades históricas. Esta forma de pensar resulta bastante común, aunque quienes la sostienen no son plenamente conscientes de sus consecuencias. Esta concepción es parcialmente cierta. Afirmar que el Derecho es una realidad histórica o algo esencialmente histórico, no debería significar que el Derecho sea un producto meramente histórico, como defendiera la Escuela alemana Histórica del Derecho (s. XIX), según la cual todo puede cambiar, es efímero o coyuntural, nada queda al margen del dinamismo histórico, nada es permanente.
Quienes así piensan necesitan probar por qué el Derecho de distintas tradiciones, civilizaciones y épocas presenta tantos aspectos comunes. Que el hombre esté en constante progreso o en permanente desarrollo, no significa que el hombre haya dejado de serlo y que el Derecho, en consecuencia, pueda dejar de ser reflejo ―más o menos fiel― del ser humano, marco y referente ineludibles del Derecho y de los derechos. Si el Derecho en general tiene su historia, también los derechos humanos tienen la suya. Aceptar la existencia de unos derechos naturales ―como hicieran Bartolomé de las Casas, Vitoria, Suárez, Grocio, Locke, Pufendorf y tantos otros― no significa negar ni minusvalorar el contexto histórico en el que se hizo realidad el reconocimiento y la protección de tales derechos.
Afirmar que el reconocimiento de los derechos humanos es el resultado de un proceso histórico no significa sostener que su origen y fundamento sean históricos. Defender lo contrario supondría erigir la historia en fuente legitimadora del Derecho y de los derechos, como si la historia constituyera la fuente de moralidad sobre la que se sustenta la paz y la justicia sociales. La experiencia muestra más bien lo contrario. No todo episodio histórico constituye un modelo de moralidad que pueda servir como referente de conducta humana universalizable que promueva sociedades justas y pacíficas.
La historia de los derechos humanos muestra esta realidad. El reconocimiento de determinados derechos ha sido, en muchas ocasiones, la respuesta a situaciones sociales moralmente insostenibles. Insostenible era el trato que algunos colonos propiciaron a los indígenas en América (s. XVI); insostenibles eran los atropellos a la libertad religiosa y sus consiguientes guerras de religión (s. XVI y XVII); insostenible era el poder omnímodo de las monarquías absolutas (s. XVI-XVIII); insostenibles eran las condiciones de la mayoría de los trabajadores, así como el trato indigno a las mujeres, niños y personas sin trabajo, enfermas o discapacitadas (s. XIX y XX); insostenibles fueron las teorías filosófico-políticas que propiciaron ―o incluso justificaron― las dos guerras mundiales (s. XX); insostenible es el dualismo global existente en la actualidad, en donde algunos viven en la más completa opulencia a costa de muchos otros que carecen de lo indispensable para vivir con un mínimo de dignidad (agua potable, comestibles, vivienda, educación, comunicación, etc.), mientras el resto contempla ―con cierta complicidad e impotencia― la riqueza de unos y la indigencia de tantos otros; insostenible es que una parte del mundo lleve una vida consumista y hedonista, justificando el atropello a los derechos de los indefensos, de los seres más vulnerables, de aquellos que no pueden valerse por sí mismos, o de aquellos que cuando vengan ya no podrán disfrutar del mundo y del medio ambiente del que nosotros gozamos en la actualidad.
Si los derechos humanos son “un núcleo de moralidad basado en la idea de la dignidad humana” (Gregorio Peces-Barba), es evidente que el fundamento de los derechos humanos no es la historia ―máxime cuando ni ella misma muestra la conveniencia de dar carta de naturaleza a todo lo que acontece en el tiempo―, sino la dignidad humana ―o la ‘dignidad de la naturaleza humana’, como decían los pensadores anteriores a la Ilustración―, pese a que estos surjan siempre como un logro en un preciso contexto histórico. La historia es imprescindible para explicar el surgimiento y evolución de los derechos humanos, pero estos en buena medida trascienden la historia; de ahí que ésta no pueda dar razón sobre su origen o fundamento, como tampoco, en muchas ocasiones, sobre su contenido y alcance.
Sostener que el Derecho y el poder político no tienen más base y límite que la historia significa convertir el Derecho en trasunto del poder político, y ponerlo al servicio de intereses ajenos al bien común y a las necesidades humanas. Para ello, se ‘empodera’ a la sociedad, se elevan determinadas acciones injustas a la categoría de supuestos derechos, presentando como conquistas de libertad comportamientos y situaciones que son vergonzantes –además de trágicas o dramáticas–, máxime cuando dejan desprotegidas a determinadas personas, produciendo un sufrimiento humano indecible en los más vulnerables de la sociedad, cuyo incremento amenaza con socavar la cohesión social, y presagia el triste hundimiento de una civilización. La pandemia ha mostrado las incoherencias del denominado ‘tiempo de los derechos’ (Norberto Bobbio), aumentado todavía más el número de seres humanos vulnerables, algunos provistos de muchos ‘derechos’, pero completamente desprovistos de protección social y jurídica. ¿No será que los derechos se han alejado de la realidad humana, de las necesidades auténticamente humanas? ¿No será que mientras unos gozan de algunos derechos, otros sufren las consecuencias de ese ejercicio? Eso parece a juzgar por el continuo aumento de las personas vulnerables en este mundo global en el que nos ha tocado vivir. Sin duda, nacer es siempre una suerte, pero entraña el gran reto de abrirse camino en un mundo más agreste, competitivo e individualista, en el que es más difícil contar con aquellos vínculos fuertes y estables que permiten no tener que afrontar las inclemencias y adversidades vitales a la intemperie.»