Artículo de opinión publicado en el diario Las Provincias el domingo 11 de marzo de 2018 por Carmelo Paradinas, Abogado.
«Las condiciones climatológicas de nuestra región nos permiten, e incluso nos obligan, a vivir con ventanas y balcones abiertos. Qué duda cabe de que en Valencia se vive mucho más «en la calle» que en Londres, Berlín o Estocolmo, por ejemplo. Consecuencia inevitable de ello es que en nuestras casas, junto con el buen tiempo, se cuela la contaminación, en particular la acústica, el ruido.
Protagonista o, si lo prefieren, responsable principal de esta indeseada invasión, es el tráfico rodado. Los fabricantes de vehículos a motor se esfuerzan para paliar el problema con motores muy silenciosos y escasa emisión de gases nocivos; por su parte, las leyes colaboran con tajantes normas sobre la circulación, tales como la limitación sonora a determinados decibelios o la prohibición de circular vehículos pesados por zonas urbanas a ciertas horas. Alguna mejora debía notarse con tan buenas disposicines si no fuera por su gran enemigo: la permisividad.
A pesar de las normas sobre desechos en la vía pública, poco a poco, progresivamente, botellas, envases de todo tipo, papeles e incliuso bolsas de basura, aparecen por doquier; y no pasa nada. En las vísperas de fiesta se organizan ruidosas fiestas juveniles nocturnas en las que menores de edad consumen alcohol hasta la ebriedad, y no pasa nada. Se empieza a circular por las aceras con bicicletas anónimas, sin matrícula, identificación del conductor o garantías mínimas; si un peatón resulta herido o muerto, con darse a la fuga, todo solucionado. La situación se ha generalizado y tampoco pasa nada. En beneficio de unos pocos, la permisividad de la autoridad vacía de contenido normas de convivencia dictadas en beneficio de toda la comunidad.
Mi vivienda está situada en una planta elevada recayente a una larga avenida de ocho carriles. Inigualable atalaya desde la que diariamente puedo observar, en vivo y en directo, cómo la permisividad de nuestras autoridades municipales deroga, de hecho, normas de superior rango, como el Código de Circulación, en beneficio de los usuarios de vehículos de dos ruedas, motocicletas y bicicletas. Contrasta esta tolerancia con el rigor que se aplica a los vehículos de cuatro ruedas, rigor que deseable sería se ampliara igualmente a los de dos.
Estos vehículos, con motor o sin él, tienen la peculiaridad de ser ágiles, versátiles, y, tanto aparcados como circulando, poderse meter en cualquier sitio…no ocupan lugar, no estorban. Pero por sus características, su uso está reservado a personas jóvenes, con su natural forma de vida alegre, despreocupada y, en la mayoría de los casos, poco dada a pensar en los demás. Esto, lamentablemente, se traduce en graves inconvenientes para otros sectores sociales, sobre todo para las personas mayores o con discapacidades, cuya seguridad en una actividad tan elemental como caminar por la vía pública se ve seriamente afectada. La permisividad es una corruptela que la autoridad no puede permitirse por ser, en definitiva, una dejación de sus obligaciones y una conculcación de las leyes. Muy mal está que se dé por pura desidia, pero mucho peor que se trate de favoritismos en benficío de afinidades de orden social, cultural o político. O, simplemente, por compartir la afición hacia una clase determinada de vehículo. Las autoridades tienen que ser rigurosamente asépticas y, al acceder a su cargo público, dejar a la puerta de su despacho todo favoritismo o postura personal sobre temas que afectan a la ciudadanía.
De qué sirve ensanchar aceras si se sigue permitiendo que bicicletas, patines y similares circulen por ellas libremente. O que se proclame el derecho al descanso mientras se toleran a los motoristas exhibiciones de velocidad y ruido, simplemente porque eso les divierte.»