Artículo de opinión publicado en el diario Las Provincias el 26 de agosto de 2018 por Carmelo Paradinas, Abogado.
«Tengo el infortunio de que bajo la ventana de mi lugar de trabajo hay un recodo que, con su palmerita y todo, constituye un aislamiento tranquilo del tráfago urbano. Es un infortunio, digo, porque los denominados «si techo» lo utilizan para pasar la noche y es un espectáculo tan triste que, a poca que sea la sensibilidad de quien, día a día, lo tiene a su lado, acaba obsesionándole.
Mi carácter casero, intimista y proclive a la meditación, me lleva a pensar que para alcanzar la estabilidad emocional sólo se necesita tranquilidad de conciencia, necesidades mínimas cubiertas, un refugio y un rayo de sol. Para el estadio superior, la felicidad, hace falta además, amor humano y amor divino. Así lo han entendido y llevado a la práctica, que es mucho más que sólo entender, anacoretas, ermitaños y místicos de todo tiempo y lugar. Con la gran diferencia de que ellos han elegido esa forma de vida porque así lo han querido, no por necesidad.
He escrito artículos sobre la mendicidad, acaso equivocándome al dejarme llevar por el criterio histórico que la identifica con pasar hambre. No creo probable que en nuestro país hoy día haya mendigos que pasen hambre fisiológica. Cierto es que existen otras clases de carencias, de hambre incluso, como la de la familia que no puede pagar el recibo de la luz o el colegio de los niños, pero el lector entiende la diferencia. En otra ocasión nos ocuparemos de ella.
La manifestación máxima de pobreza, es carecer de un refugio mínimo, «un techo». Aquellos anacoretas, ermitaños y místicos, contaban con una celda monacal, una cueva, una choza, un techo. Incluso aquel desvergonzado provocador que fue Diógenes el Cínico, tenía un tonel. Los sin techo que veo desde mi ventana duermen sobre el suelo, mal cubiertos por algo que parece una manta y sin techo sobre sus cabezas, de ahí su denominación. Si empieza a llover, desaparecen, dejándome la inquietante pregunta de dónde se resguardarán.
De aquello que al comienzo del artículo yo decía es necesario para una mínima estabilidad emocional o felicidad -que a ambas tienen derecho-, carecen en todo o en parte esencial. Ni siquiera pueden disfrutar del rayo de sol y difícilmente podemos esperar que cuenten con un amor humano o saquen fortaleza para buscar el divino. Recurren a la facilísima solución del alcohol; de ahí se llega a la pérdida de la dignidad y la propia estima.
Parece que a nuestra civilización no ya de la abundancia, sino del despilfarro, podría exigírsele un remedio inmediato a este drama, pero sólo lo parece. El problema ha adquirido enormes complejidades. Los poderes públicos sólo pueden ofrecer soluciones temporales y para que lleguen a definitivas es precisa la muy improbable colaboración de los interesados. Han cambiado su código de valores y prefieren su falsa libertad, su litrona y la compañía de quienes están en su misma situación. Hace años, como voluntario de Cruz Roja, intervine en la repatriación de un «sin techo» que yo diría «especial»: culto, inteligente y rescatado del alcohol. Con su perfecta organización y encomiable disposición, Cruz Roja montó un alarde logístico que, arrancando del rincón de la calle en que dormía, acababa en la puerta de su casa familiar en su país de origen. El día de su partida, iba acompañado por un voluntario de la institución cuando, al cruzar una calle, desapareció como por ensalmo. Se le encontró mucho después, completamente borracho, con toda posibilidad de reinserción familiar y social perdida.
Tajantemente, este problema no tiene solución, solamente prevención. Es decir, que no llegue a haber «sin techo», no que los que haya dejen de serlo. Vivimos en una sociedad de palabras rimbombantes que, a la hora de la verdad, suelen carecer de contenido. Constantemente se crean «observatorios» de nuevas actividades que luego nunca volveremos a oír, pero no existen observatorios para la prevención de la absoluta exclusión social. Esas autoridades tan preocupadas en dedicar grandes esfuerzos y dineros en allanar dudosas desigualdades, bien podían dedicarlo a esta prevención que no solamente es cierta, sino sagrada.»