Artículo de opinión publicado el 8 de junio de 2018 en el diario Las Provincias por Vicente Bellver Capella, Catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universidad de Valencia.
«Quizá los mayores desafíos existenciales que hoy afronta la humanidad sean el transhumanismo y la justicia en materia de orientación e identidad sexual. Ambos pueden suponer un salto cualitativo en el progreso de la humanidad, pero plantean al mismo tiempo unas amenazas que podrían acabar con ella. El primero es un anhelo de progreso sustentado sobre la revolución tecnológica a la que estamos asistiendo. La segunda es una demanda inaplazable de justicia alentada por nuevas concepciones antropológicas. El primero alcanza directamente a toda la humanidad; la segunda afecta a una minoría, pero con efectos importantes en toda la vida social. Ambos son objeto de intensas e inevitables controversias porque, al mismo tiempo que abren una oportunidad histórica de avance social, ponen en riesgo de liquidación a la humanidad. Para lograr que ambos retos se conviertan en triunfos, es imprescindible identificar la exigencia de justicia que cada uno de ellos entraña y, al mismo tiempo, desactivar la amenaza de ideologización a la que están expuestos. Como veremos enseguida, el principal peligro que acecha a ambas empresas es dejarse abrazar por el espíritu de abstracción que, al reducir a la persona en un simple número, la somete por completo en lugar de liberarla.
El problema del presente no es el materialismo sino la desmaterialización del ser humano. Un ser inmaterial, con un poder tecnológico ilimitado sobre la naturaleza y su cuerpo, se ve capaz de convertir todos sus deseos en realidad. Pero el señuelo se revela de inmediato en pesadilla porque su irrestricta capacidad de deseo se manifiesta completamente vacía. Si la realidad queda reducida a número, se convierte en puramente instrumental e incapaz de aportar significado alguno. Los efectos inmediatos son devastadores para el individuo, deprimido por la autoexplotación y excluido por la heteroexplotación. Pero también para la naturaleza, arrasada por la hybris humana. En este artículo hablaré del desafío transhumanista y de la sombra posthumanista que le acecha. En el siguiente, de la justicia transgénero y de la filosofía “queer” que la sustenta y la amenaza simultáneamente.
El transhumanismo nos habla de un futuro inminente en el que se difuminan las fronteras entre el ser humano y los dispositivos tecnológicos, hasta el punto de resultar difícil distinguir dónde acaba lo propiamente humano. Su vertiente más atractiva nos muestra personas con todo tipo de prótesis que suplen carencias e incluso potencian capacidades. También nos habla de una poderosa inteligencia artificial, con capacidad de decisión autónoma, puesta al servicio de nuestro bienestar. Pero a nadie se le escapa su lado oscuro: vidas humanas configuradas al gusto de terceros; quimeras formadas por elementos animales, tecnológicos y propiamente humanos; inteligencias artificiales revelándose contra los humanos; y todo lo que queramos imaginar.
Ante la aceleración y trascendencia que está teniendo esta revolución, parecería sensato embridarla: no dejar que nos atropelle, participar en el diseño de las innovaciones tecnológicas (que nunca es neutral, sino que siempre está valorativamente cargado) y orientarla en primer lugar a atender las necesidades más básicas y apremiantes de todos los seres humanos. Como quizá estos objetivos resulten ideales inalcanzables (puesto que estos desarrollos tecnológicos se conciben principalmente para ricos y se llevan a cabo en países ricos), al menos cabe fijar un límite infranqueable para que evitar que Fausto caiga en manos de Mefistófeles: no aceptar la filosofía posthumanista. Según ella, el ser humano es un algoritmo biológico bastante deficiente y la tecnología actual nos permite hacer de él algo distinto y mucho mejor de lo que ha sido hasta ahora. Los posthumanistas prometen una vida inmortal, sin dolor alguno y con unas capacidades cognitivas exponenciales. No queda nada del sujeto mortal, frágil e interdependiente que hasta ahora ha sido el ser humano: ¿se trata de una ganancia o simplemente de la autoliquidación de la humanidad? ¿Estamos hablando de posthumanismo o, más bien, de antihumanismo, como dice Jesús Ballesteros?
El posthumanismo, como el transhumanismo, se sustenta sobre convergencia tecnológica resultante de los avances e interrelación entre la nanotecnología, la biotecnología, las tecnologías de la información y la comunicación y las ciencias cognitivas (NBIC). Ante las enormes posibilidades de dominio sobre la realidad que brindan, el ser humano ha quedado deslumbrado y convencido de que las tecnologías convergentes nos ponen el paraíso a la vuelta de la esquina. No piensa que las posibilidades de progreso son tantas como los riesgos de que el genio escape de la botella, y que, para evitarlo, el entusiasmo ha de ser proporcional a la prudencia.
El transhumanismo se metamorfosea en la ideología posthumana cuando las tecnologías convergentes se dejan secuestrar por el espíritu de abstracción, que reduce la realidad en su conjunto y al ser humano en particular a elementos cuantificables. El proceso de matematización del mundo, que comparece en el momento presente a través del capitalismo de las tecnologías financieras y del “gran Hermano” de las tecnologías digitales, convierte al ser humano y a la naturaleza en dinero y datos, puras abstracciones, eficiencia de la nada. Todo queda sujeto a la lógica de la explotación: si algo pretende no tener un precio es simplemente porque no vale nada. Antes las personas nos definíamos por nuestra intimidad. Ahora solo somos nuestros datos personales. Internet los conoce y archiva. Los hemos puesto gratis a su disposición para obtener a cambio y gratuitamente productos y servicios que mejoran nuestras vidas. Y si alguno se resiste a entregarlos, las smart cities y el internet de las cosas se encargarán de forzar su entrega y subirlos a la “nube”. 500.000 cámaras nos vigilan en Londres y la mayoría de sus transeúntes no piensan que están más vigilados sino solo más seguros. GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple, y Microsoft) ya se encarga de monetizar los datos poniéndolos a disposición de las demandas solventes: poco les importa que se adquieran para proyectos inocuos o inicuos.
Si la Modernidad redujo la naturaleza a mecanismo, la postmodernidad ha reducido el conjunto de la realidad a número, a entidad abstracta que solo existe en la mente del individuo. La prometida emancipación humana se revela finalmente como emancipación frente a lo humano.
El futuro transhumano es inexorable: el maridaje entre el ser humano y la tecnología será cada vez más íntimo e invasivo. Hasta el momento solo alcanzamos a ver sus ventajas sin reparar en que estamos caminando junto al abismo. Si ese acelerado desarrollo tecnológico se sigue sustentando sobre el espíritu de la abstracción, sobre la completa matematización de lo real, llegaremos a “un mundo feliz”. Pero deberemos abandonar toda esperanza de alcanzar un mundo que merezca la pena. Por el contrario, si el desarrollo tecnológico se concibe y diseña como herramienta al servicio de las necesidades más básicas de los grupos más vulnerables, el futuro puede ser prometedor. Nuestra meta no es ser más de lo que somos; es no dejar a nadie atrás.»