Artículo de opinión publicado en el diario Las Provincias del domingo 10 de enero de 2016 por Miguel Martínez, Catedrático de Filología Inglesa de la Universidad de Valencia, miembro del Grupo de Estudios Sociales e Interdisciplinares (GESI – Fundación Universitas).
“El trabajo presenta, al menos, tres dimensiones fundamentales, en continua metamorfosis: la económica, la ética y la social. Todas ellas cabalgan a menudo sobre estereotipos y paradojas, que enturbian el debate sobre este hecho imprescindible, al que dedicamos casi cien mil horas de nuestra existencia.
En nuestro contexto mediterráneo, un primer estereotipo hunde sus raíces en una percepción del trabajo como maldición bíblica: “y te ganarás el pan con el sudor de tu frente hasta que vuelvas a la misma tierra de la que fuiste sacado” (Génesis, 3:19-21).En el contexto de una época anterior al ‘Estado Providencia’, la supuesta maldición llegaría, sin esperanza jubilar posible, hasta la misma muerte. Este énfasis en la dimensión ‘penal’ del trabajo –para algunos más propia de los países de mayoría católica- contrastaría con aquella otra visión del ‘hombre nacido para trabajar’ (Job, 5:7) supuestamente mejor interiorizada por la ética protestante, que, convirtió el éxito en manifestación externa del favor divino, cuando no incluso en signo anticipado de la salvación eterna.
El segundo estereotipo, desarrollo natural del primero, sigue asociando nuestra ética del trabajo con la siesta, los treinta días de vacaciones pagadas, el ‘cierre’ global administrativo de agosto, prolongados desayunos y almuerzos, numerosas fiestas, bajas, permisos, licencias y conciliaciones sin cuento; la vida laboral se inicia (voluntaria o forzosamente) con no poca frecuencia muy tarde, soñando con ponerle prejubilatorio e incentivado fin, a ser posible, poco después de los cincuenta. Al parecer, los españoles trabajamos un promedio de 1665 horas al año, 280 más que los alemanes y 100 menos que la media OCDE, pero lo hacemos de modo menos productivo). No pocos nos achacan también, especialmente a los habitantes de las orillas del Mediterráneo, una ambigua conciencia que prima el interés individual (opuesto artificialmente al interés colectivo) con cierta insensibilidad a las necesidades del segundo. Tal actitud insolidaria encontraría cabales manifestaciones, por ejemplo, en la costumbre de algunos de viajar sin billete de metro, evadir impuestos, generar un cuarto de nuestro PIB en ‘B’, o solicitar beneficios sociales que no corresponden o que se acumulan a salarios en negro’. Son acciones u omisiones que, paradójicamente, coexisten con una actitud crecientemente hostil y desconfiada hacia la Ley y el Estado que las propician; con frecuente confusión entre recursos públicos y privados –asunto sólo imperdonable si el sujeto pertenece a la ‘clase política’- se exige al mismo Estado (cuya voladura no pocas veces impunemente se postula) universales garantías de seguridad, confort, ocio y felicidad material sin límites, con inversiones de tiempo y esfuerzo lo más discretas posible. De poco sirve la clásica advertencia agustiniana de que la ociosidad camina tan lenta que todos los vicios la alcanzan; tampoco convence la reflexión de Shakespeare, según la cual, si todo el año fuese fiesta, divertirse sería más aburrido que trabajar. Difuminadas, como se antojan hoy, para muchos, las líneas grises que separan el bien y el mal por una nube tóxica de indiferentismo y relativismo, esa experiencia coral equipa la conciencia con un sentimiento de ausencia de responsabilidad, estratégicamente unido a una certeza de inimputabilidad.
¿Cómo avanzar, entonces, hacia un mayor compromiso ético con el trabajo bien hecho como parte esencial de una vida plena? ¿Cómo desterrar estereotipos y percepciones, más o menos fundamentadas, complejas, reales o extendidas, como las anteriores?
Las preguntas básicas siguen siendo las preguntas más útiles de la ética: por qué, cómo, para qué…trabajar. En primer lugar, habrá que empezar por recordar y admitir lo básico, aunque resulte poco pacífico en nuestros días: que existe la ética y que los seres humanos han de sujetarse al contenido de su definición, como parte de la filosofía que estudia la bondad o maldad de nuestras acciones; que hay, por tanto, también respecto al trabajo profesional, acciones y omisiones buenas, en tanto que vinculadas al bien, a la virtud y que tienden a nuestra felicidad y a la de los demás y acciones u omisiones malas, que, a través de comportamientos viciosos (punibles o no) conducen a la infelicidad y, en última instancia, a la autodestrucción. Importa, pues, ir más allá de la ética nihilista y antifundacionalista, que ha presidido parte de la reflexión filosófica del último siglo y que ha sentado las bases para las mayores desigualdades y las mayores crisis de empleo de la historia, al no concebir el trabajo como servicio sino como mero instrumento de autoafirmación personal, como vehículo de acumulación de riqueza y expresión del éxito, que han de percibirse necesariamente a través del contraste con aquellos que no lo alcanzan.
Admitamos que, por el hecho de haber nacido en las riberas del Mediterráneo y ser el Lazarillo de Tormes un clásico de nuestra literatura, no se es ni más ni menos proclive a la pereza, pero, al menos, ha de convenirse en que la pereza existe y que ésta es un vicio, no una virtud o una realidad indiferente; igualmente, es menester convenir en que cada ciudadano tiene contraído un débito vitalicio con el resto de la humanidad, con nuestros mayores, con la sociedad entera; que un estudiante tiene derecho a recibir la mejor clase posible, un enfermo la mejor asistencia posible, que un estudiante tiene la obligación ineludible de estudiar… y que la mera existencia nos impone, en suma, obligaciones (no solo derechos) respecto del resto de nuestros conciudadanos. Es cierto que nuestra ética laboral no destaca por su eficaz reconocimiento y premio –económico y moral- del talento y el esfuerzo, ni por la sanción social de sus contrarios, pero no es menos cierto que resulta difícil (por no decir imposible) imponer el espíritu de servicio y la contribución excelente al bien común.
Sólo la educación en valores de sacrificio y servicio, de cooperación y confianza, pueden trascender este ecosistema destructivo de la felicidad en el trabajo: urge una educación que ponga a las personas por delante de los objetivos y de la que surjan ciudadanos que pregunten con menos frecuencia, como sugiriera J.F. Kennedy hace medio siglo, qué puede hacer nuestro país por nosotros y, con más frecuencia, qué podemos hacer nosotros por nuestro país y, en un mundo global como el nuestro, por la sociedad y la humanidad entera. El papa Francisco recordaba durante su reciente visita a Cuba un hermoso pensamiento de Teresa de Calcuta: “si uno no vive para servir, no sirve para vivir”. Esta revolución educativa ha de evitar que uno de cada cuatro españoles abandone la escuela antes de finalizar el periodo de escolarización obligatoria; ha de transmitir (no estigmatizar) la satisfacción por el trabajo bien hecho y por el éxito académico; ha de abandonar la tentación omnipresente de instrumentalizar la escuela como liquidadora de lo que une y exaltadora de lo que nos separa; ha de dar a todos la posibilidad de tener éxito y, para conseguirlo, ha de ayudar a cada persona a descubrir aquello que puede aportar con más beneficio a la sociedad y a sí misma; ha de desterrar esa visión tan extendida de que el trabajo es simplemente un mal necesario; ha de ser una educación excelente, que trasmita valores y conocimientos, capaz de hacer arraigar un espíritu emprendedor y una ética de la responsabilidad”.