Artículo de opinión publicado en el diario Las Provincias el 23 de diciembre de 2018 por Ginés Marco, Decano de la Facultad de Filosofía, Antropología y Trabajo Social de la Universidad Católica de Valencia.
«La veracidad en la política o, más bien, su contrario, la mentira, constituyen –parafraseando a Ortega- “el tema de nuestro tiempo”. La disolución del sentido de las palabras “verdad” y “mentira” en declaraciones políticas eleva la actualidad de un tema ya central de por sí en la política y el gobierno. El uso de la mentira aceptado socialmente e incluso, a los ojos de algunos, justificado para la acción política, es una recomendación que no ha dejado de prodigarse a lo largo de la historia del pensamiento político.
En cierto sentido, toda acción política tiene que jugar con las apariencias, al menos con la verosimilitud. En la medida en que se refiere al futuro, la acción de gobierno no puede ser ni verdadera ni falsa, sino solo posible. Lo mismo ocurre con la promesa del político. Lo único que puede es ser más o menos verosímil, es decir, creíble. Solo quien promete puede saber hasta qué punto está más o menos dispuesto a realizar aquello que es el contenido de su promesa, y asumir el coste. Sin embargo, los receptores habitualmente no pueden enjuiciarla sin riesgo de equivocarse. No obstante, toda acción de gobierno, aunque mire fundamentalmente al futuro, está alimentándose de interpretaciones de la realidad que pueden ser más o menos ajustadas y, por tanto, más o menos veraces.
Desgraciadamente, es un tópico pensar que quien quiere adquirir y mantener el poder no ha de tener reparo en usar la mentira. No deja uno de sentir escalofríos cuando se lee en el discurso de Max Weber, La política como profesión, lo siguiente: “quien no esté dispuesto a perder su alma no puede dedicarse a la política”. La contrafigura que Weber describe del político es el santo, es decir, aquel que vive en la coherencia del “Sermón de la montaña” pronunciado por Jesucristo y dirigido a toda la humanidad. Blanco sobre negro.
Uno de los primeros filósofos que habla del uso de la mentira para la política es Platón. En su conocido diálogo República, afirma que “la verdad merece que se la estime sobre todas las cosas, pero la mentira puede ser útil a modo de medicina”. Se refiere en concreto al controvertido “mito de los metales”, interpretado con frecuencia de modo superficial como “clasismo”, en el que a los hombres se les cuenta una historia explicativa –hoy diríamos “relato”- de por qué unos han de asumir la responsabilidad sobre el conjunto de la ciudad, mientras que otros solo han de dedicarse al regocijo de su vida privada (porque son ineptos). A pesar de la frase literal que acabo de citar, Platón es un mal ejemplo del uso de la mentira en política, pues su objetivo al relatar esa fantasía no es engañar, sino enseñar que los mejores han de gobernar.
Un nuevo documento del pensamiento político -relativo a la cuestión de la verdad, la veracidad y la mentira- sale al encuentro en el Renacimiento: “(…) Un señor prudente no puede –ni debe- guardar fidelidad a su palabra cuando tal fidelidad se vuelve en contra suya y han desaparecido los motivos que determinaron su promesa. Si los hombres fueran todos buenos, este precepto no sería correcto, pero, -puesto que son malos y no te guardarían a ti su palabra-, tú tampoco tienes por qué guardarles a ellos la tuya”. Así lo expresa Nicolás de Maquiavelo en el capítulo XVIII de El príncipe. Aparece aquí un nuevo aspecto de la verdad en política. Maquiavelo no niega la moral implícita en el discurso, pero aparece jerárquicamente ordenada a la utilidad. No establece la ecuación entre amoralidad y éxito. Más bien establece la diferencia entre casos normales y casos excepcionales. Los casos del primer tipo requieren que un príncipe deba atender a la moral tal como ésta se venga considerando históricamente en los casos normales, es decir, en la circunstancia en que todo el mundo haría lo mismo. Ahora bien, hay casos, ciertamente excepcionales, en los que podría ser peligroso que el gobernante no estuviera dispuesto a claudicar ante los principios morales. El príncipe no tiene que ser virtuoso, sino aparentar aquellas virtudes sin las cuales el poder le sería arrebatado y no ocultar aquellos vicios que están bien vistos por el pueblo.
Maquiavelo aparece como un abanderado de la pragmática de la apariencia, pero aún hay otro buen ejemplo de defensor de la apariencia; se trata de Nietzsche, quien, en su ensayo Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral advierte de modo cínico la relación entre verdad, veracidad, mentira y acción política: “El intelecto, como medio de conservación del individuo, desarrolla sus fuerzas principales fingiendo, puesto que éste es el medio merced al cual sobreviven los individuos débiles y poco robustos (…); en los hombres alcanza su punto culminante este arte de fingir; aquí la adulación, la mentira y el fraude, la murmuración, la farsa, el vivir del brillo ajeno, el enmascaramiento, el convencionalismo encubridor, la escenificación ante los demás y ante uno mismo, en una palabra, el revoloteo incesante alrededor de la llama de la vanidad es hasta tal punto regla y ley, que apenas hay nada tan inconcebible como el hecho de que haya podido surgir entre los hombres una inclinación sincera y pura hacia la verdad”.
En esa situación parece inconcebible que alguien pueda pensar que se pudiera intuir algo así como la verdad. Es el mantener la propia posición de poder ante los demás individuos lo que lleva a fingir. Ahora bien, ¿es el poderoso consciente o no de que finge? Si no lo es, propiamente no finge y si lo es, entonces la extraña tendencia a la verdad es previa al engaño. En cualquier caso, la sutil mirada de este filósofo tan influyente en nuestros días, nos avisa, indirectamente, de que la mentira genera desconfianza y destruye la sociedad. Desde un punto de vista esencial, está más cerca de Platón que del autor de El príncipe.
Estos tres ejemplos son suficientes para poner reparos a la aceptada suposición de que la mentira y el poder están obligatoriamente asociados. Quien miente, tiene la capacidad de configurar la realidad de manera que beneficie su interés; sin embargo, en el largo plazo quizás sea ésta una de las causas mayores de fracaso político y de degeneración de la vida política. Como afirma Monserrat Herrero, no solo se miente impunemente, sino que la inducción a error que tal acción produce, es razón que conlleva la paralización de la vida política. Siempre conviene recordar que la mentira es el arma del cobarde. Y el cobarde, tarde o temprano, es vencido».