Nada por lo que matar y… ¿nada por lo que morir?

Nada por lo que matar y… ¿nada por lo que morir?

Artículo publicado en el diario Las Provincias del domingo 6 de marzo del 2016 por Vicente Bellver Capella, Catedrático (Acred.) de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universidad de Valencia.

«John Lennon es uno de los mitos musicales del siglo XX. Muchas de sus composiciones, escritas con los Beatles o después en solitario, forman parte de la banda sonora de nuestra vida. “Imagine”, una de sus baladas más hermosas y populares, tiene una letra tan persuasiva como inquietante. En la segunda estrofa nos invita a imaginar un mundo en el que uno no tenga nada por lo que matar, ni por lo que morir (“Nothing to kill or die for”). Lennon se erige en apóstol de la paz, al anhelar un mundo en el que nadie esté dispuesto a matar. Pero, ¿es necesario, para conseguir ese mundo, que desaparezcan también  las personas   dispuestas   a morir   por  alguna   causa,   como   él  sugiere?  A mi entender, no. Más bien al contrario: solo puede disminuir el número de personas que están dispuestas a matar en la medida en que aumente el de las dispuestas a morir.

           El  desolador   balance  de   lo   que  llevamos   de   siglo  XXI   así  lo  confirma.  La primera parte de  la propuesta de Lennon ha caído  en saco roto, como se ve por el incremento de las guerras, el terrorismo y el odio en muchas partes del mundo.  Por el contrario, la  segunda parte de su deseo sí parece  incorporada al ADN moral  de las gentes, sobre todo en el mundo desarrollado, que viven indiferentes a todo lo que no sea su propia supervivencia. El hecho no me parece casual sino causal porque cuanta más gente renuncia a un ideal por el que morir aumenta el número de los que se aprestan a matar por cualquier causa.

           Matar a otro es la forma extrema de un fenómeno universal en la historia humana, que consiste en aprovechar cualquier situación de poder para subyugar a los demás. Ese   poder puede tener un origen justo (por ejemplo, unas determinadas capacidades personales fruto del azar o alcanzadas con esfuerzo) o injusto (por ejemplo, un contexto social o cultural favorable a la desigualdad). Las manifestaciones del abuso de poder son innumerables. Algunas son sutiles y apenas perceptibles. Otras son tan ominosas que a casi todos indignan. Un hombre agrede a su mujer, un profesor trata arbitrariamente a sus estudiantes, un padre utiliza la violencia verbal para amedrentar a su hijo, un político toma decisiones manifiestamente contrarias al bien común, un jefe abusa de sus subordinados en el trabajo,… Detrás de todos estos comportamientos late el mismo aliento satánico: “estás en mis manos y te domino”.  El problema está en que, cuando empezamos a pensar que no hay nada por lo que morir, no evitamos que haya gente dispuesta a matar y, además, caemos en dos estilos de vida tan extendidos como reprobables: el emotivismo y el pragmatismo.

            El primero consiste en poner las propias emociones como única guía de nuestras decisiones y acciones. La imagen del niño sirio Aylan Kurdi sin vida sobre la playa nos dejó  a  todos sobrecogidos. Una ola de solidaridad con los refugiados recorrió toda Europa. Parecía tan potente como para cambiar políticas y actitudes. A las pocas semanas, sin embargo, apenas quedaba nada de aquello. Por el contrario, tras los acontecimientos de Colonia y otras ciudades alemanas en la noche de Fin de Año, la nueva  ola   abogaba   por   cerrar fronteras y criminalizar a todos los refugiados. Esas oscilaciones resultan tan erráticas como peligrosas. Y se dan en todos los ámbitos de nuestra vida: cuando el padre grita a su hijo destempladamente y, a los pocos minutos, le suplica el perdón de forma desconsolada; cuando las parejas viven en una montaña rusa emocional hasta que se cansan de esa relación e inician otra que tendrá el mismo desarrollo; cuando el estudiante que suspende un examen siente que el abismo se ha abierto a sus pies; etc.

            Para el pragmatismo la vida humana no tiene otra sustancia que satisfacer los intereses particulares, sean individuales o de grupo. Esa visión se extiende también por todas las esferas de la vida: desde la personal a la familiar, y desde la política a la profesional. Cuando el mandatario político dice: “he hecho lo que tenía que hacer” da por supuesto que el monopolio del poder de decisión política corresponde a “los mercados” y las burocracias supranacionales, a los que hay que secundar sin rechistar, y no los ciudadanos. Cuando el estudiante no ve compañeros sino competidores por las becas y las calificaciones, olvida que la educación es un trabajo cooperativo y que una de las asignaturas de la vida en la que es más importante sacar buena nota es la convivencia. Cuando uno abandona una relación de amistad o sentimental porque ya no le reporta la utilidad que buscaba, acepta verse solo como un parásito que se relaciona con otros en la medida y mientras obtiene algo de ellos.

           Ni  las emociones ni los intereses particulares deben ser despreciados. Las primeras forman parte de nuestro modo de relacionarnos con los demás y con el mundo. La cobertura de nuestros intereses es necesaria para vivir. Ahora bien, unas y otros han de ocupar el puesto que les corresponde. Aunque no es fácil averiguar qué emociones e intereses debemos promover y cuáles, en cambio, descartar, resulta imprescindible una labor de ordenación de las emociones y discriminación entre intereses legítimos y espurios.

            Las emociones mueven necesariamente las vidas de las personas y las comunidades. Pero que sean imprescindibles no quiere decir que todas sean buenas sin más. Una comunidad puede entusiasmarse con una empresa colectiva ambiciosa y, al mismo tiempo, despreciar a una minoría racial dentro de ella. Un individuo puede sentir por igual repugnancia contra la violencia machista y contra sus rivales políticos. Ordenar las emociones consiste en volverse hacia uno mismo para fomentar aquellas expresiones emocionales que contribuyen a nuestra realización personal y colectiva y eliminar las que, al amparo de prejuicios propios o heredados, alientan en nosotros la violencia.

            Los intereses particulares deben ser atendidos. Sin ellos no podemos tener una vida digna. Pero cuando uno reduce su horizonte vital únicamente a sus intereses particulares se convierte en una bomba de relojería para los demás. Para que eso no ocurra es fundamental discriminar entre la satisfacción de las necesidades básicas y el ansia desbocada de lucro y poder.

            Cuando una persona (o una comunidad) tiene un ideal por el que vivir y morir, consigue tres resultados extraordinariamente positivos: ordena las emociones conforme al ideal que persigue; descubre que los intereses particulares son solo instrumentos y no lo que da sentido a su existencia; y se erige en fuerza de contención frente a los individuos, grupos o estructuras capaces de matar por imponer sus   intereses particulares, con el ardor de las emociones pervertidas.

            Para enderezar el camino que ha emprendido este siglo se necesitan gentes fuertes en su vulnerabilidad: porque son capaces de dar su vida por un ideal; de dudar de sí mismas; y de oponer una resistencia pasiva no violenta contra aquellos que no saben vivir sin matar (física o moralmente)».